martes, 7 de junio de 2016

Carta a un amigo

22 de abril del 1987

Estimado Francisco:

He levantado, hoy martes veintidós de septiembre, con un dolor de cabeza inmundo y desgarrador. He cocinado café, y estaba tibio y me calentaba el cuerpo. Me he mirado al espejo y he conseguido ver un lunar en mi tobillo derecho, y yo estaba despeinado. Mis ojos, sí, esos que parecen los de una rata moribunda en el medio de la calle, esos mismos que se cierran con la luz del día y se oscurecen con el pesar de la verdad, estaban abiertos de par en par, y supuraban sangre, sudor y lágrimas: lloraban por el insomnio mañanero y por la agresividad de la sala, querían salir corriendo de las cuencas y volar hasta alguna casa lejana. A mí no me importaba en absoluto, me preocupé de ducharme con agua fría y de vestirme con la única camisa limpia del armario, y de ponerme unos pantalones recién sacados de la lavadora. Me vestí también unos calcetines viejos y me calcé unos zapatos de color grana. Ah, después de eso caminé hasta mi baño, y en mi baño me enjuagué la cara y la boca. Me duelen aún las ojeras, siento pesadas las bolsas de mis ojos, como si guardasen virutas del metal más pesado.

Entonces yacía en la cafetería de la calle paralela al edificio en el que resido, es mugrienta y algo añosa, pero siempre se achoclonan decenas de personas al frente de la barra, y Emilia, la regente, cocinera y camarera sirve a todos y cada uno lo que ansían. A mí la tipa me conoce personalmente, fue una gran amiga y compañera de baile cuando salíamos a carretear por la ciudad, por eso me sirve primero y sonríe cuando me entrega la comida. Yo esperaba al segundo café de la mañana, estaba ocupando una silla al lado de la ventana y leía el periódico, un titular muy estúpido y ofensivo que decía no sé qué sobre un hombre que se había asfixiado con el humo de un fuego en los bosques de no sé dónde en Madrid, cuando la mañana tornó peculiar y, por una vez, la barra de madera maciza se quedó tan vacía que asustaba. Nunca, en la vida, habría pensado un hombre digno que en aqueste lugar se podría montar tal bulla; pero tan rápido como un colibrí aletea sus alas, se llenó el local de gritos asustados y de pistoletazos que reventaban las paredes con toda la furia que una bala puede tener. De un momento a otro, la sangre de unos cuantos se vio manchando los muros y suelos, la imponente barra de madera maciza y las botellas añejas -algunas hechas añicos debido a las balas y al jaleo- que hasta hace un segundo ocupaban su lugar con soberbia en los botelleros antiguos, que llevaban tantos años atornillados a la pared tras el mostrador.

Resultaba ciertamente confuso ser víctima de un atentado de tal calibre, en tal lugar, y apuesto mi pobreza a que la mayor parte del revuelo había sido ocasionado por el mero factor de la localización del suceso, y la confusión que aquello provocaba. Imagínese, a hombres de un porte común y sin una vida muy lúcida, atender a tal escándalo a tales horas de la mañana; debía de ser insólito y traumático para jóvenes y ancianos, y no digamos ya para el personal, y aún más, para la pobre Emilita. Una crueldad, a decir verdad.
Y así, mientras viejos y niños se escondían bajo las mesas y pedían clemencia, los maleantes retaban al primero que se moviera a tragarse una bala en toda la sien y, a su vez, obligaban a la Emilia a sacar todos los billetes y depositarlos con prisa en unas bolsas de plástico para la basura.
Emilia lloraba mientras se llenaba las manos dinero, su rostro estaba tan desconfigurado que cualquiera pensaría que aquella mujer que allí se situbaba era cualquier otra persona salvo Emilita, la dulce y alegre Emilita; ella que siempre había sido vivaz y le dedicaba a su oficio toda la energía posible, estaba ahora hecha añicos y hasta los billetes parecían más pesados que su propio cuerpo: los cogía entre sollozos y lamentos, y entre el camino desde la caja registradora hasta las bolsas de basura los papeles parecían estar a punto de caer al suelo como si pesaran más que la ciudad de Madrid entera, Emilia flaqueaba y por poco desfallecía en el piso.

Yo, por el contrario -quien sabe si a causa de mi nihilismo, de la paralización debido al miedo o de mi escaso afán por vivir- permanecía sentado con el periódico en mis manos, con la mirada perdida en la escena y sin un ápice de nerviosismo ya sea en mi rostro o en el resto de mi cuerpo. Pasaba desapercibido y escudriñaba la escena con sumo interés, y al mismo tiempo con un desdén soberbio. Veía rostros conocidos desencajados en el suelo, otros tantos con el miedo devorando sus entrañas y, sobretodo, el bonito semblante de Emilita llorar de terror; ya se estaba acabando de vaciar la caja cuando el niño que repartía los periódicos en su destartalada y humilde bicicleta -y que se encontraba en esos instantes en la acera de enfrente-, vociferó angustiado en busca de ayuda, teniendo la suerte de llamar la atención de un guardia que inspeccionaba la calle perpendicular en su caballo de pelaje azabache. Uno de los siete ladrones pareció darse cuenta de que algo estaba fallando, de que las personas se habían distraído por un momento de su desgracia para mirar, con un ademán esperanzado, a algún punto en el exterior del local. Hizo un par de señas ininteligibles al que parecía el jefe de la banda y, con una prisa cautelosa, los saqueadores huyeron con todo lo que habían podido estafar.
El alguacil llegó pocos minutos después trotando en su caballo y acompañado del niño de los periódicos; la Emilita tuvo que describir entre llantos -que a medida que pasaba el tiempo se suavizaban y se convertían en moqueos ocasionales- la escena y lo poco que había podido ver de los atracadores.
En ese momento, en el que todo había pasado ya, fue cuando desperté de aquella paralización tan rotunda. Recordé en pocos instantes lo que acababa de pasar y decidí venir a escribirte lo sucedido, Francisco, no sin antes dejar el debido dinero en las manos de la Emilia, y un beso lleno de comprensión en su mejilla.

Cuando volví a subir a mi hogar me despojé de mi camisa y del resto de mis ropas, y me metí a la ducha para desconectar todo lo posible de lo sucedido previamente. Después, me puse un camisón y me preparé el espacio para escribirte: despejé mi escritorio y saqué la máquina de escribir, puse la cafetera en el fogón y me encendí un cigarro.
Y ahora, Francisco, que estás bien enterado de la anécdota de hoy, me despido para descansar un rato la mente entre las sábanas.


Tu buen amigo,
 
Jaime.


A Glafira Bernal, con el gran aprecio de una persona que te quiere. 

miércoles, 1 de junio de 2016

¿Verdad?



¿Me encaminarás por tu iluminado sendero, 
infinitamente codiciado por el ávido hombre?
Te comprendo, pues la mísera humanidad genera,
a partir de tu presencia, intermitente aunque siempre presente, 
la semilla de la inquina, la cual germinará

cautivando a quienes crean poseerte con totalidad.



Dime,
 ¿me extenderás tu mano cuando aceche sobre mí el engaño?

Contigo a tu lado puedo vencer al más formidable enemigo, o asolar una población entera

cuando renaces soberbia como monstruo fiero.


   Mi ansiada evidencia,
  unas veces te muestras tímida.
¿Acaso te espanta que alguien se haga con tu absoluta tenencia? 
Otras, te diluyes, no te veo;

y me digo que quizás solo seas de la religión y ciencia un deseo.



lunes, 23 de mayo de 2016

Una luz en el asfalto


He encontrado una luz en el camino de vuelta a casa: titilaba asustada y quemaba mis manos, corroía mi piel por puro miedo. 

Musitaba clemencia y lloraba afilados cristales, aleteaba incandescente y tenía la furia de un dragón.


Pasé horas apaciguando su cólera y todo su pavor.

Acaricié sus pétalos y sus alas resplandecientes hasta dejar mis manos en carne viva, con el hueso al descubierto.

Incluso en ese momento proseguí con mi tarea, le daría todo el amor y la paz que le habían arrebatado; posé mis labios sobre su interior ardiente y susurré verdades tan potentes como el vacío universal.

Rodeé su existencia con mis brazos y mi alma, la protegí durante horas y horas, hasta que entendió mi bondad y amó mi vida.

En ese punto, de mi cuerpo no quedaban ni las entrañas, todo su dolor había desintegrado mi cascarón, había liberado mi espíritu.

La luz de su interior se expandió hasta acaparar el universo entero, y al instante se consumió.

Nuestros últimos suspiros como cuerpos pesados y tambaleantes formaron una inmensidad de corrientes de viento etéreas, fuimos el baile más fluido que las nebulosas habían observado jamás.

Planetas enteros colmaron sus núcleos con el amor de la pureza y millares de estrellas -ya muertas- resurgieron al entrar en contacto con el fulgor efímero de aquella luz eterna. 

domingo, 22 de mayo de 2016

Nirvana

La carretera se desintegra a nuestro paso, el horizonte refleja los colores del atardecer y hay un olor intenso a flores, adrenalina y contaminación. 
Se percibe a lo lejos el sonido de la vida y la juventud, del sudor y de la seducción. A lo cerca se notan nuestras motos chocar contra el viento con la magnificencia de la unión. Levanto la vista hacia el cielo estrellado y las nebulosas observan la vivacidad del mundo, su desesperación y su podredumbre. Algunas lloran ante la pasión desenfrenada de la Tierra y otras ríen crueles por vicio; pero eso no importa, nosotros no llegamos a verlas y de las estrellas sólo pensamos en su esplendor y belleza titánicas. De cualquier modo, estamos bañados en el aura de la diversión y de la esperanza; no vemos más allá de la música y de los segundos en los que vivimos: somos el presente y formamos nuestro propio cosmos, nuestras propias nebulosas taciturnas y nuestras constelaciones sanguinolentas y despiadadas.

Cruzamos un par de cuestas más y los sonidos tornan en un cúmulo de luces y personas dentro y fuera de un ajado edificio que se agranda a medida que la lejanía se convierte en la ansiada cercanía. Somos energía que fluye y nos transformamos en infinidad efímera e incandescente. Al fin llegamos al local, aparcamos a unos metros del portón y entramos con toda nuestra grandeza y suntuosidad; nos fundimos entre la multitud y somos uno, estamos en familia.
El tocadiscos nos hace bailar al ritmo de The Cramps, las afueras son una ínfima porción de tierra insignificante en comparación con la soberanía de la voraz noche. Volamos entre las personas, esto es el edén y no hay quien pueda quitárnoslo de las manos, únicamente el amanecer nos hará bajar al limbo de la realidad.

Me encuentro con conocidos, bailamos y charlamos, bebemos y fumamos hasta saciar la conversación. Subo a la azotea y me tumbo en la negrura del universo, las luces se deforman y lo material también; las personas ya no lo son y mis pasos se sumen en la nada más profunda. Trasciendo y me elevo aún más dentro del paraíso de la obscuridad. Mi cuerpo ya no es  y el alma se expande fuera de la piel, lo existente se une y el viento lo traspasa todo, como si toda la subsistencia fuesen las hojas de un árbol milenario e infinito, que se interponen dejando el hueco justo para componer melodías cuando la brisa arremete contra el todo y la luz caliente choca contra las almas del conjunto de vida. El paisaje de repente se transforma, hay sombras llenas de color que se unen y se separan, hablan y sus ondas chocan contra el abismo de la visión. Se mezclan con una melodía llena de sentimiento y el conjunto de toda la irrealidad se muestra borroso, como en movimiento. De golpe todo se aclara y hay un firmamento inmenso que acoge y susurra poemas llenos de tranquilidad;  hay un césped inefable en algún punto de la orientación, desprende millones de gotas microscópicas del agua más pura y las combina con una electricidad cambiante y colorida. 
Al instante, todo se sumerge en un fluido de un color rosa intenso y al mismo tiempo suave y apaciguador. La materia está más viva que nunca y los sentimientos se personifican en mutaciones alterables que flotan inconscientes de su grandeza.
La luz desfallece poco a poco, baila un vals con la contundencia del vacío y se sume en el sueño de la vida, demuestra un falso hastío que termina por explosionar y colmar la totalidad con una luminiscencia barroca e ininteligible. Lo corpóreo arde en un mar inmenso de fuego insaciable y se desintegra con parsimonia. Hay un horizonte a lo lejos, tiene un color indescriptible y satura el mundo con su inconsciencia; canta canciones llenas de vivacidad, las distorsiona con su poder celestial y poco a poco adormece al universo entero con su etérea manipulación.

Los recuerdos desaparecen lentamente y hay un ente que persigue la totalidad de la trascendencia, la atrapa con sus garras inmundas y las absorbe hasta dejar una realidad inconcebible. Poco a poco y con la parsimonia más pura existente sumo mi mente en la anestesia del sueño total. Todavía en la divinidad del tiempo siguen entonándose canciones y bailes distorsionados y a lo lejos las estrellas me narran sus diarios eternos y soñolientos hasta la llegada del albor.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Naranja

Es el furor de mi estancia: te desordena, te destroza, te domina. Terminarás odiando mi mirada penetrante, mis gestos descuidados y mis tarareos recurrentes. Eres una perla, y yo me arrepiento, pero no me quedará otra que intoxicarte con mi veneno humeante.
Hoy te ves extremadamente feliz, crees que estos años a mi lado serán pura delicia y vivacidad: te equivocas, y no es que yo no lo desee, al contrario, pero hemos de admitir que no soy la persona idónea para convivir, y menos con un alma tan pura y chispeante como la tuya.

Son esos labios carmín que llevas, realzan todo tu rostro; desde tu fina y asimétrica nariz hasta tus infinitos ojos pantanosos, pasando por el rubor natural de tus mejillas y por tu barbilla larga y delicada. También enaltecen los cabellos dorados de tu cabeza, que ondean eternos al bailar con la brisa otoñal de Madrid.
Te veo a lo lejos: caminas alegre bajo los árboles ámbar, sus hojas dibujan una estela de fragilidad tras tus pasos bailarines. Llevas una bufanda anaranjada, pero no demasiado vistosa; cubre todo tu cuello y se deja caer despreocupadamente hasta tu cintura. Vistes un holgado jersey de punto ocre que, al caminar, define tu silueta de ensueño. En las piernas te has puesto unos jeans holgados y de un tono marino desgastado que destaca; te quedan largos, los has doblado a la altura del tobillo dejando ver tu calzado: unos botines negros recién limpiados, los cuidas con dedicación y cariño.
Me ves y sonríes. Aceleras el paso y a mí no me queda más remedio que imitarte, hago un ademán de abrir los brazos como esperándote. Tú lo notas y vienes corriendo a colgarte de mí, me impregnas con tu ligero olor a melocotón y con tu ternura. Al fin te separas de mi figura y atraviesas mi alma con esa mirada tan tuya, tan confiada y penetrante; me fulminas y me partes en mil pedazos con tus ojos pantanosos. No me quejo, es una sensación única; no duele, es más bien un sentimiento embriagador de encontrar el lugar al que pertenezco en esta vida, es decir, el suelo viejo y pisoteado. Me clavaré los restos de las botellas de algún alcohólico desquiciado y me embadurnaré con las cenizas de las miles de colillas de todo tipo de hombres: altos, bajos, gordos, famélicos, burgueses, proletarios... Seré al fin lo que llevo años mereciendo: una recuerdo pisoteado, sucio y borroso.

martes, 17 de mayo de 2016

Contratiempo postergado

Hay un campo de amapolas rojizas, están protegidas por un firmamento rosado que se encoge y se agranda. Existen también unos barrotes calcinosos que cuidan de todo el paisaje; crecen en torno a una recta fragmentada del mismo pigmento ocre, ésta es flexible y danza al son del viento, producido por una laberíntica enredadera del color del coral y amparada por una cueva rocosa. Ésta se conecta con el resto del horizonte mediante unas prolongaciones delicadas y cuidadosamente organizadas. Parten desde dos esferas cristalinas que envuelven un aro del matiz de las nebulosas, -que a su vez contienen en su eje un agujero negro e infinito- hasta un par de rocas imán antiguas y sabias. Las flores bermellón, el cielo rosado, los barrotes beige y la recta fragmentada se concentran en el núcleo de todo. Ésta última acaba ensanchándose al llegar a una pareja de cerros semejantes y redondeados, que se extienden después en un dúo de cordilleras paralelas hasta llegar a las viejas rocas imán. Volviendo de nuevo hacia lo alto, donde el principio del segmento se encuentra, habitan dos barras paralelas que unen -cada una- una extensa sierra al resto del ecosistema. Estas cordilleras terminan dividiéndose en cinco pequeñas colinas, son suaves y delicadas, y reposan calmadas esperando al despertar. Todo este paisaje lozano, rozagante y lúcido es cubierto por una ligera seda azafranada, colmada de las marcas de las que le ha dotado el tiempo y la experiencia. Por último, cobijando una vez más la rocosa caverna, hay una gran cantidad de hilos de fino oro que ondean al son de un mar obscuro y abismal.

La luz del Sol es un distante recuerdo que lucha por alcanzar las profundidades del océano eterno y solitario; a pesar de la naturaleza variada y comprensiva, lo que el mar busca desesperado con sus olas recurrentes e hipnóticas es el entendimiento y la aprehensión del hombre. Hay quien lo intenta desde las afueras: dedica todas sus fuerzas a comprenderlo, se da cuenta de que hay que conocerlo desde dentro para poder descifrarlo y, al ver su fracaso, recrea el océano con un mar de lágrimas. Existe también un tipo de humano que al ver su fracaso se lanza a los brazos del gran charco, falleciendo antes de llegar a entenderlo. Ni siquiera los que el mar traga por accidente -o intentando, en efecto, conseguir la comprensión del hombre- logran finalizar su cometido antes de expirar y convertirse en una memoria lejana en el tiempo.

Así pues, es como el gran azul del planeta está condenado a la ininteligibilidad perpetua, meciendo sus sentimientos y emociones en un baile taciturno dictado por la inmensa y distante Luna, creando arte y siendo destino de miradas contemplantes y admiradoras de su belleza inconsciente.

lunes, 16 de mayo de 2016

Admiración

«Cada parte de mi cuerpo es un mundo distinto, cada parte de mí, cada segundo de mi existencia»


El minuto eterno te transporta por un universo indomable, oscuro, temerario y brillante. Fluyes y te transformas como una melodía de Pink Floyd: eres el eco del bosque, una flor de loto bailando sobre el agua cristalina y divinizada. El tiempo se agota y se renueva, y tú cierras los ojos; la parsimonia te invita a bailar: la abrazas, unís vuestros cuerpos y os fundís con las estrellas. Quema. Eres música, escritura: eres arte. Belleza pura e irrefutable. Cada gesto, cada mirada... Todo es un sin fin de hermosura, el entorno te entiende y te guía. Creces y renaces con la magnitud de una luz en el inmenso cielo azul. Eres psicodelia pura, adormeces, arañas, encandilas y ardes. De tus ojos nace el horizonte: siempre a lo lejos, siempre distante y embaucador. Eres mundana como una velada eterna bajo un puente infinito y divina como una constelación cambiante en lo profundo del vacío. Tu alma es fría, cruel y distante; también es caliente, empática y cercana. Te llamarías contradicción si fuera posible nominarte, cielo.