22 de abril del 1987
A Glafira Bernal, con el gran aprecio de una persona que te quiere.
Estimado Francisco:
He levantado, hoy martes veintidós de septiembre, con un dolor de cabeza inmundo y desgarrador. He cocinado café, y estaba tibio y me calentaba el cuerpo. Me he mirado al espejo y he conseguido ver un lunar en mi tobillo derecho, y yo estaba despeinado. Mis ojos, sí, esos que parecen los de una rata moribunda en el medio de la calle, esos mismos que se cierran con la luz del día y se oscurecen con el pesar de la verdad, estaban abiertos de par en par, y supuraban sangre, sudor y lágrimas: lloraban por el insomnio mañanero y por la agresividad de la sala, querían salir corriendo de las cuencas y volar hasta alguna casa lejana. A mí no me importaba en absoluto, me preocupé de ducharme con agua fría y de vestirme con la única camisa limpia del armario, y de ponerme unos pantalones recién sacados de la lavadora. Me vestí también unos calcetines viejos y me calcé unos zapatos de color grana. Ah, después de eso caminé hasta mi baño, y en mi baño me enjuagué la cara y la boca. Me duelen aún las ojeras, siento pesadas las bolsas de mis ojos, como si guardasen virutas del metal más pesado.
Entonces yacía en la cafetería de la calle paralela al edificio en el que resido, es mugrienta y algo añosa, pero siempre se achoclonan decenas de personas al frente de la barra, y Emilia, la regente, cocinera y camarera sirve a todos y cada uno lo que ansían. A mí la tipa me conoce personalmente, fue una gran amiga y compañera de baile cuando salíamos a carretear por la ciudad, por eso me sirve primero y sonríe cuando me entrega la comida. Yo esperaba al segundo café de la mañana, estaba ocupando una silla al lado de la ventana y leía el periódico, un titular muy estúpido y ofensivo que decía no sé qué sobre un hombre que se había asfixiado con el humo de un fuego en los bosques de no sé dónde en Madrid, cuando la mañana tornó peculiar y, por una vez, la barra de madera maciza se quedó tan vacía que asustaba. Nunca, en la vida, habría pensado un hombre digno que en aqueste lugar se podría montar tal bulla; pero tan rápido como un colibrí aletea sus alas, se llenó el local de gritos asustados y de pistoletazos que reventaban las paredes con toda la furia que una bala puede tener. De un momento a otro, la sangre de unos cuantos se vio manchando los muros y suelos, la imponente barra de madera maciza y las botellas añejas -algunas hechas añicos debido a las balas y al jaleo- que hasta hace un segundo ocupaban su lugar con soberbia en los botelleros antiguos, que llevaban tantos años atornillados a la pared tras el mostrador.
Resultaba ciertamente confuso ser víctima de un atentado de tal calibre, en tal lugar, y apuesto mi pobreza a que la mayor parte del revuelo había sido ocasionado por el mero factor de la localización del suceso, y la confusión que aquello provocaba. Imagínese, a hombres de un porte común y sin una vida muy lúcida, atender a tal escándalo a tales horas de la mañana; debía de ser insólito y traumático para jóvenes y ancianos, y no digamos ya para el personal, y aún más, para la pobre Emilita. Una crueldad, a decir verdad.
Y así, mientras viejos y niños se escondían bajo las mesas y pedían clemencia, los maleantes retaban al primero que se moviera a tragarse una bala en toda la sien y, a su vez, obligaban a la Emilia a sacar todos los billetes y depositarlos con prisa en unas bolsas de plástico para la basura.
Emilia lloraba mientras se llenaba las manos dinero, su rostro estaba tan desconfigurado que cualquiera pensaría que aquella mujer que allí se situbaba era cualquier otra persona salvo Emilita, la dulce y alegre Emilita; ella que siempre había sido vivaz y le dedicaba a su oficio toda la energía posible, estaba ahora hecha añicos y hasta los billetes parecían más pesados que su propio cuerpo: los cogía entre sollozos y lamentos, y entre el camino desde la caja registradora hasta las bolsas de basura los papeles parecían estar a punto de caer al suelo como si pesaran más que la ciudad de Madrid entera, Emilia flaqueaba y por poco desfallecía en el piso.
Yo, por el contrario -quien sabe si a causa de mi nihilismo, de la paralización debido al miedo o de mi escaso afán por vivir- permanecía sentado con el periódico en mis manos, con la mirada perdida en la escena y sin un ápice de nerviosismo ya sea en mi rostro o en el resto de mi cuerpo. Pasaba desapercibido y escudriñaba la escena con sumo interés, y al mismo tiempo con un desdén soberbio. Veía rostros conocidos desencajados en el suelo, otros tantos con el miedo devorando sus entrañas y, sobretodo, el bonito semblante de Emilita llorar de terror; ya se estaba acabando de vaciar la caja cuando el niño que repartía los periódicos en su destartalada y humilde bicicleta -y que se encontraba en esos instantes en la acera de enfrente-, vociferó angustiado en busca de ayuda, teniendo la suerte de llamar la atención de un guardia que inspeccionaba la calle perpendicular en su caballo de pelaje azabache. Uno de los siete ladrones pareció darse cuenta de que algo estaba fallando, de que las personas se habían distraído por un momento de su desgracia para mirar, con un ademán esperanzado, a algún punto en el exterior del local. Hizo un par de señas ininteligibles al que parecía el jefe de la banda y, con una prisa cautelosa, los saqueadores huyeron con todo lo que habían podido estafar.
El alguacil llegó pocos minutos después trotando en su caballo y acompañado del niño de los periódicos; la Emilita tuvo que describir entre llantos -que a medida que pasaba el tiempo se suavizaban y se convertían en moqueos ocasionales- la escena y lo poco que había podido ver de los atracadores.
En ese momento, en el que todo había pasado ya, fue cuando desperté de aquella paralización tan rotunda. Recordé en pocos instantes lo que acababa de pasar y decidí venir a escribirte lo sucedido, Francisco, no sin antes dejar el debido dinero en las manos de la Emilia, y un beso lleno de comprensión en su mejilla.
Cuando volví a subir a mi hogar me despojé de mi camisa y del resto de mis ropas, y me metí a la ducha para desconectar todo lo posible de lo sucedido previamente. Después, me puse un camisón y me preparé el espacio para escribirte: despejé mi escritorio y saqué la máquina de escribir, puse la cafetera en el fogón y me encendí un cigarro.
Y ahora, Francisco, que estás bien enterado de la anécdota de hoy, me despido para descansar un rato la mente entre las sábanas.
Tu buen amigo,
Jaime.
A Glafira Bernal, con el gran aprecio de una persona que te quiere.